La voluntad de creer, de Pablo Messiez (Teatre El Musical) | por Francisca Pageo
“Quien cree no puede tener la vivencia del milagro. De día no se ven las estrellas.”
Kafka, Cuadernos en octavo (Alianza)
Ayer salí de ver La voluntad de creer, de Pablo Messiez, volando. Una obra de teatro que es un destello de conciencia. Llena de matices y luces, de vestigios y huellas sobre lo indecible y lo inasible. Felicidad, Paz, Amparo y Juan son cuatro hermanos cuyo destino se ve mermado por lo que no es posible comunicar si no es a través de un símil: la poesía, un futuro bebé, la encarnación de Dios, la muerte, la vida. Claudia, la mujer de Amparo, que llegan desde Argentina con un bebé en la tripa, irrumpe en las vidas de estos hermanos para desmontar lo no dicho, para recuperar quien sabe qué exactamente, pues el dolor se arremete con ella, la paraliza, la desmonta hasta hacer del escenario una habitación propia en la que el blanco lo inunda todo, en la que las ventanas no son más que resquicios que se van yendo, marchitando frente a las consecuencias de un no-hijo, de una no-poesía, de la no-palabra ––la cual viene a ser un recuerdo de la proyección en la televisión ubicada en el escenario de la película Ordet (que significa La palabra) de Carl Theodor Dreyer, la cual nos remite a Juan, que como Johannes, imbuido por las ideas de Kierkegaard, empieza a pensar que es Jesucristo. Da que pensar el dato de que si vemos lo que sucede en la pantalla y vemos lo que sucede en el escenario a la vez, todo va rítmicamente conectado. Como unido en una urdimbre de imágenes –los brazos alzados, las ventanas, el féretro, la habitación, los hermanos.
Una sale del teatro con la sensación de haber presenciado una epifanía: la manera en la que se realiza la unión de las tres paredes, yendo al unísono con las luces. El resquicio del aire levantando las cortinas de las ventanas. La refracción de la luz sobre ellas… Y no nos olvidemos, no hay una cuarta pared teatral, los actores la rompen, interactuando con el público, haciendo así todo un hilo de vivencias y personajes que unifican lo que Pablo Messiez nos cuenta. Entremezclando la dirección por la que va la obra con la dirección que lleva cada actor, nos damos cuenta de lo importante que se hace así una buena representación. Eso es lo que podemos llamar un buen teatro. Hay una nulidad en la escena que trabaja con cada ser que aquí existe, con cada personaje figurado y desfigurado. Como dice Rancière en El espectador emancipado: “el teatro se da como una mediación tendida hacia su propia supresión.”
Blanco sobre negro, negro sobre blanco. Dos colores que van bailando por el escenario como una seductora pantera en el desierto. Al principio, fue el verbo, luego se hizo la carne. Al principio, fue el negro, luego se hizo la vida. La muerte aquí no es más que otro paso a la vida, a la resurrección, pero no por ello dejamos de sufrir, como animales sintientes que somos nos damos al sufrimiento. Somos mártires de nuestras vidas, mártires hacia lo que nos vemos arrastrados por destino o por azar, pero, al final, ¿hay esperanza porque creemos? ¿O creemos porque hay esperanza? Me gustaría terminar esta reseña con la bella frase de Kafka: “Quien hace milagros dice: no puedo dejar la tierra.”